YVAN IN THE DARKROOM: Látigo
de
Noticias Recon
25 junio 2019
Yvan, alias QueerYvan, es historiador sexual. En una serie de artículos, comparte con nosotros algunos de sus encuentros fetichistas favoritos (con todo lujo de detalles), además de darnos información sobre la historia del fetichismo.
Mi amo ha sido salvaje conmigo hoy. Yo he sido demasiado zorra, quería demasiado y demasiado rápido, por lo que me puso en mi lugar.
Me tumbé en el sofá, con las piernas abiertas, con las cachas del culo separadas para él. Apreté las caderas contra el cuero negro, sentía cómo se me ponía dura la polla mientras me miraba. "Eres tan zorra," me dijo. Y después de una pausa: "Dime qué quieres."
Cerré los ojos. Poco a poco, empecé a decirle cómo quería que me la metiese por el culo, para calentarme y prepararme. Sucumbí ante el subidón de ganas al imaginármelo abriéndome y metiéndomela entera. Me estaba centrando más en mis pensamientos que en él. Fue un error. Esperó un momento antes de darme una patada en las pelotas. Me caí hacia delante, quedándome casi sin respiración y después volví a la posición inicial, exactamente como él quería que estuviese.
Me puso la suela de su bota en el ojete. La restregó, golpeándome las pelotas con fuerza hasta que sentí los cordones sobre la polla. Empujé el peso de mi cuerpo hacia su pie, siempre quiero más de él. Me volvió a dar una patada, para que me centrase, y me puso tan cachondo que hasta podía oler cómo se me ponía mojada la polla.
"¿Y crees que te vas a salir con la tuya? ¿Qué vas a hacer para mí?" Movió la cabeza hacia los guantes negros de látex, el lubricante, los juguetes grandes, las toallas dobladas y ordenadas sobre la mesa. Me escupió en la espalda.
Yo dije: cualquier cosa, y me le imaginé metiéndome por el culo lo que él quisiese. Me dijo que le trajese el látigo. Me volvió a dar una patada al pasar a su lado, me tiró al suelo y me dijo que me pusiese a cuatro patas: "como un perro al que pueda dar latigazos cuando se olvide de quién es el que manda." Me imaginé a mí mismo lamiéndole los pies.
"No quiero perder el tiempo. Voy a empezar fuerte", me dijo cuando volví con el látigo cogido con los dientes. "Dame todo lo que puedas darme."
Le di mi consentimiento. Sé que cuanto más fuerte nos lo montamos, mayor será la recompensa. Si empiezo a hacer el tonto diciendo que necesito precalentarme hasta entrar en el espacio mental necesario, se ve a distraer, y solo va a querer causarme dolor. Quería que me follase, y yo iba a hacer todo lo que él quisiese para que me follase cuanto antes. Conozco mis límites. Sé qué es lo que mi cuerpo es capaz de aguantar. Me han entrenado bien.
* * *
Quiero que me des latigazos fuertes, te lo suplico. Me doblé ante ti para que mi cuerpo tuviese un buen aspecto cuando me flagelases. Cuando me atas con los brazos en la cabeza, dejando al descubierto mi cuerpo, pero protegiendo mi cara, me cuesta que no se me ponga dura. Me encanta la forma en que observas cómo doy saltitos cuando me duele mucho.
Empezamos a saco. Me calientas la piel al ir detrás de mí en el espacio limitado en el que me podía mover, con los brazos atados sobre la cabeza. Me puedo poner de pie y colgar suspendido mientras me golpeas; siento que todo mi peso cuelga de los brazos cuando me pegas. Cada movimiento me hace más daño. Aumentas cuidadosamente la fuerza de cada golpe, haciéndome subir de nivel poco a poco. Me empiezan a salir marcas en la piel. Los moretones empiezas a hincharse. A veces vuelves a dar un golpe y el dolor se amplifica y me agito. Es como si me estuviese viendo a mí mismo desde arriba. Me encuentro en un espacio en el que no me puedo mover, flexionando mi cuerpo con dolor para recibir todos los golpes que das al aire a mi alrededor. Me encanta cómo el látigo me muerde la carne. El sentimiento de entregarme a mí mismo a ti me ha dejado colocado.
Me dejas colgando, jadeando y das un paso atrás para mirarme. Siento una descarga que me corre por la espalda. No sé si es sudor o sangre al deslizarse por mi columna vertebral. Espero. Las gotas que caen al suelo son transparentes. Puedes ver que estoy casi destrozado, y me dices que quieres darme otros veinte golpes. Me miras a los ojos, y me escupes agua a la boca, que la tengo abierta. Me la trago sin dejar de mirarte. Estoy listo para tu látigo.
Los momentos posteriores están borrosos en mi mente. Me encanta cuando dejo de sentir mi cuerpo, cuando me despego de la escena y transciendo a otra realidad en la que todo es más claro y me siento renovado. Estoy consciente de que mi cuerpo está magullado, pero no siento dolor. Me siento exultante de gozo, abierto. Parece que me voy a salir de mí mismo. Las marcas rojas que cubren mi cuerpo están empezando a volverse moradas. Cuando empiezo a sentir que tu cara me abre las cachas de culo y me lo empiezas a comer, sé que he dado todo lo que tu querías que diese.
* * *
Lo que más me gusta es el látigo. Me encanta el chasquido que da y que provoque miedo, esa explosión sónica al romper la velocidad del sonido. No hay nada más intenso que el pinchazo de dolor que se extiende por mi piel. El dolor acelera cuando me alcanza el golpe de la punta del látigo. Sube justo al tocarte, es una descarga sensorial que es como una alarma roja que indica que te debes apartar, y que explota dentro del cuerpo en un orgasmo interior de la carne. Cada golpe me lleva a un nivel más profundo dentro de mí mismo.
El látigo es un símbolo eterno de la comunicación y el castigo, que trata a los hombres como si fuesen animales, torturándolos hasta someterlos. Dar latigazos era una práctica previa a las ejecuciones de los Romanos, con látigos con ganchos de metal incrustados para destrozar a la víctima antes de la crucifixión. Dos lictors daban latigazos al prisionero, hiriendo profundamente su espalda, su culo y sus piernas para acelerar su muerte. Los cristianos de la Edad Media recordaban estas torturas al flagelarse y al acabar sangrando, cuando iban en procesión de una ciudad en ciudad, mortificando su carne en memoria de La Cruz. Los azotes eran una de las principales formas de asegurar la disciplina en los galeones ingleses, con los marineros atados al mástil y golpeados para asegurar un comportamiento del subordinado. Los franceses preferían el rigorismo para la disciplina doméstica. A los presidiarios de Australia les hacían ayunar hasta casi morirse de hambre y les azotaban con látigos para dar muestra del poder soberano colonial. Cada vez que aparece un látigo en cualquier parte, se vuelven a revivir miles de años de dominación de esclavos y criminales, marineros y soldados. El miedo que se siente al oír el chasquido en el aire, los golpes sobre la piel son sentimientos que llevan existiendo desde el inicio de los tiempos. Los mismos olores a sudor por el miedo cuando te atan y esperas esa sesión de tortura. Las mismas sensaciones recorren tu cuerpo. La diferencia entre lo que yo hago y lo que esos hombres sufrieron en el pasado es que yo he dado mi consentimiento.
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