FAWKINK: Desahogarse
de
Noticias Recon
24 febrero 2021
Enero de 2015.
Quedo con él seis después del entierro de mi madre.
Conozco de memoria nuestro ritual previo a una sesión; me preguntará si quiero tomar algo, cubrirá mi cuerpo con sus brazos, me apretará el torso y me pasará los labios por el cuello y por las orejas antes de besarme profundamente, mientras le devuelvo la pasión mostrada con humor forzado para romper la tensión y le sonrío. Pero hoy nos saltamos esa última parte.
Había cumplido 27 años hacía unos días: demasiado mayor como para hacerme el remilgado y fingir que estaba perdido en una especie de neblina sexual, pero demasiado joven como para pasar de las fantasías de amor y de esclavitud. En este momento estoy soltero, libre para ofrecerme a quien yo quiera, y lo que le ofrezco a Josh es esta imitación del amor.
Una mano en mi pecho, unos dedos jugueteando con mi pezón, y siento un tirón en el estómago como si fuese un subidón de testosterona que lucha con la tristeza y el aburrimiento que ha estado presente desde el día cero. Incluso con los amigos, ¬¬¬el principio de una sesión me pondría nervioso, pero hoy estoy demasiado cansado del duelo, demasiado hambriento en busca de consuelo, demasiado fascinado por quedar suspendido en la creencia y en los cuerpos como para hacer cualquier cosa excepto quedarnos quietos en ese abrazo, y murmuro mi sumisión hasta hacerla llegar a la realidad. Noto la mano de Josh en la cara, girándomela hacia él, sus ojos oscuros están concentrados en los míos. Al unirse nuestros labios, con la boca entreabierta, con las lenguas bailando, lo que más deseo es que dirija la situación él.
Sucedió el día 26 de diciembre, de madrugada. Mi padre la había encontrado en el sofá después del rezo del amanecer, y pensó que estaba dormida. Me sacó de la cama, lleno de horror y de dolor, hablando de forma incoherente, sin saber cómo responder. 999. Reanimación cardiopulmonar. Paramédicos. Llamo a mi hermana. Llamo a mi mejor amigo. Tías e imanes y primos y comida y yo tirando cosas en el baño con una rabia incandescente.
No quiero contar esta historia más.
Treinta días de reverencias siguieron a la muerte de una persona querida en la comunidad, además, mi padre se lanzó a rezar aún más, haciendo los rezos más de las cinco veces al día estipuladas, arrodillándose hacia la Ciudad Santa. En vez de eso, yo me lancé a someterme ante hombres, me lancé someterme a la promesa de las cuerdas y las cadenas para encontrar serenidad.
Josh me lo había preguntado antes si era eso lo que quería. Al principio, había puesto una nota en la descripción de mi perfil en la que mencionaba que había sufrido "la peor de las pérdidas posibles", y que iba a "tomarme un descanso para procesar las cosas", como si hubieses estado intentando escapar de la atención en el espacio que hay entre Navidad y el día de Año Nuevo. Pero el desfile sin fin de familiares anodinos que pasaron por nuestra casa, cada uno de ellos afirmando que habían sido los verdaderos confidentes de mi madre, que ella era su mejor amiga, solo para desaparecer de nuestras vidas en cuando salían de nuestra casa, me hizo más fácil responder a la pregunta de Josh con un enfático sí.
Estoy de pie en la mazmorra, mi ropa es un bulto al lado de mis pies, con la luz del cielo nublado filtrándose por las persianas. A través de cada beso apasionado, las manos de Josh exploran mi cuerpo antes de agarrarme las muñecas con firmeza y ponérmelas en la espalda, afirmando su control con cada uno de los centímetros de esa hermosa cuerda. Cierro los ojos al acercarse la venda de cuero grueso, me repito a mí mismo en silencio un mantra sencillo que ha marcado mi sumisión ante él: la parte que coge con una mano, después la pasa con la otra. Por cada sentido del que me está privando, se acentúa otro más. Siento como el último beso da paso a una bola de goma que entra en mi boca abierta, empiezo a dejarme llevar.
Pasé lo primeros días guardándomelo todo en el interior. Quería derrumbarme, gritar de forma incoherente por las calles con un dolor inconsolable. Quería autolesionarme, hacer que todo se viniese abajo, en un momento dado hasta me puse a meter ropa y papeles en una mochila en un intento de escaparme de todo lo que conocía, que inmediatamente aborté. Pero, en vez de eso, recibía sumisamente a los que venían a vernos, respondiendo adormilado y con la mirada perdida a todas sus preguntas, viviendo todos los días en piloto automático y callado. "Tienes que ser fuerte", me dijo uno de mis tíos.
En la oscuridad y en el silencio impuestos, me someto cada vez que Josh aprieta la cuerda a la altura de los brazos, de las piernas, del torso, mis músculos se estremecen, los están poniendo a prueba a través de cada nueva contorsión mientras empiezo a perder el sentido de mi propio espacio y de mi orientación. Durante un milisegundo, entro en pánico, solo a causa de las instrucciones silenciosas y la red de bondage que me mantiene en pie a costa del dolor. No puedo escapar, pero me recuerdo a mí mismo que mientras esté en sus manos, tampoco podré caerme.
Estoy seguro.
Sin nada que decir, y nada que ver, el pasado, el presente y el futuro se fusionan en el tiempo indescifrable, y solo podré volver a medias a la dura realidad gracias al golpe violento de un látigo, o al ansia tierna de unos dedos aventureros, deslumbrado por las sensaciones de dolor, placer, y la promesa de una descarga final.
No tenía ninguna otra promesa. Había momentos en los que buscaba su contacto en el móvil, le daba a llamar y esperaba. Buscaba entre los mensajes intentando desesperadamente encontrar unas últimas palabras, leía entre las líneas para diseccionar los pensamientos de consuelo enterrados entre peticiones inofensivas para ir a comprar comida o referencias a cosas de la tele. Perder a alguien de una forma tan inmediata, tan de repente, sin ninguna noción de cuáles eran sus últimas voluntades, pensamientos o sueños, que se pasaron instantáneamente de ser algo mundano a ser algo divino: el ticket de la última compra que hizo. Las sobras de la masa de pan de la cena de Navidad. Un vídeo grabado apresuradamente en el iPad. Compartimos un paquete pequeño de frutos secos picantes mientras veíamos un programa navideño. Y después me fui a dormir.
Un día, mi padre me vio llorando. Había estado sentado en la cama, con la cara en las manos, repitiendo las palabras torturadoras "me quiero ir con ella…". Sollozó y me abrazó: "No puedes hacerlo, por favor, ¿quién me quedaría a mí?"
Dolor. Con los brazos estirados. Con la espalda encendida gracias a los golpes de la paleta y de la palma de su mano. Una y otra vez, mi angustia silenciada a través de la cinta adhesiva, el espacio negativo entre cada golpe que me deja temblando con unas ganas hambrientas y horrendas. Incluso cuando para y entran en acción las lenguas y los dedos buscando su objetivo, en lo que me concentro es en el dolor, y es el dolor lo que les obliga a mis ojos volver a llenarse de lágrimas. Las lágrimas que caen en esta situación no son nada comparadas con las que se me han saltado antes en casa, en la morgue o en la mezquita. He venido aquí a llorar lágrimas de violencia dulce, y gruño insaciablemente a través de la mordaza para que Josh me vuelva a hacer daño. Una y otra vez. Una y otra vez.
No pude gritar en el funeral. Incluso cuando estaba sentado en los asientos de delante del coche fúnebre que llevaba a mi madre en el viaje silencioso desde la mezquita hasta el cementerio, el intervalo a solas entre los grupos de hombres distantes que habían ofrecido rítmicamente sus rezos, solo podía ver las calles llenas de recuerdos de la infancia que pasaban por mi mente, conmigo y con ella, mis labios empezaban a moverse para susurrar la letra de sus canciones favoritas. Casi estaba sonriendo, como si el peso puro de aguantarlo todo hubiese aplastado el dolor hasta convertirlo en una ilusión de paz interior.
Josh va a saco. Le había dicho que no se cortase por remordimiento o por compasión. Sabe que me encanta que me usen, que me deshumanicen completamente, que me reduzcan los órganos a orificios, cantando internamente el estribillo de "hazme lo que quieras" mientras me dirige un torrente de humillación verbal. Y quiero todo esto aún más. Quiero que Josh compruebe que no tengo que ser completamente humano hoy. No tengo que encontrarle el sentido al dolor ni dentro ni más allá de esta mazmorra. En la sinfonía de gemidos entre nosotros dos, siento que está llegando casi a ese punto, y yo también, llevando el dolor y el placer simultáneamente hacia ese crescendo, acercándonos al clímax.
Una vez que terminó el entierro, dejé atrás a todo el gentío, los hombres oscuros en traje, el lío burocrático de los certificados de defunción en medio de las fiestas navideñas, los miles de caras compungidas que pronto olvidaría detrás de la de mi madre, y finalmente llegué a casa. En silencio, caminé hacia el salón, me arrodillé con cuidado, puse las manos sobre la moqueta, como si estuviese buscando las huellas que habían dejado ahí cuando mi padre la había encontrado allí hacía unos días. Durante un momento respiré profundamente, manteniendo el aire en mi interior durante menos de un segundo, antes de dejar finalmente que volviese el ritmo de mi respiración para que se sincronizase con mi pulso, para que mi pecho se convulsionase en olas de pena seca, hasta que grité, fue un aullido que procedía de los lugares más primarios de mi cuerpo torturado.
Gritos de horror. Gritos de dolor. Y ahora gritos de éxtasis. Tengo permiso para olvidar. Tengo permiso para vivir. Estoy vivo.
Me devuelven a este mundo desde el cielo, afloja delicadamente cada uno de los nudos hasta que mi cuerpo vuelve a mí. De vuelve a la tierra, me mecen unos brazos tiernos, mientras vuelve el oxigeno y la sangre a unas extremidades que hasta es emomento habian estado atadas, junto con los sentidos de un mundo que existe más allá de esa habitación. Las palmas extendidas de sus manos reciben a mis dedos junto a unos besos que me hacen sentir bien. Ella no va a volver. Pero yo estoy aún aquí.
Josh me abrazo durante varios minutos, y después vuelvo a casa.
Me siento en la ducha.
Lloro.
Y rezo otra vez.
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